Unamuno denostaba ya la “legiferación”, o propensión patológica de nuestro país a producir normas, partiendo de la creencia equivocada de que todos los problemas de cualquier índole tienen solución legislativa. El vicio no ha cesado en absoluto sino al contrario, y cada vez que aparece una disfunción social grave, un delito particularmente odioso, una sinrazón política de cualquier naturaleza, surge la propuesta de una reforma legislativa, o de una ley nueva.
Esta costumbre de legislar “en caliente” es extraordinariamente lesiva para la coherencia interna del aparato jurídico que enmarca nuestro sistema de organización política y social. Así por ejemplo, son muchos los juristas que denuncian la utilización abusiva del código penal para reprimir actos antisociales, de forma que, además de haber establecido demasiadas barreras a la libertad personal –innumerables infracciones menores son ya delito-, hemos perdido cualquier atisbo de proporcionalidad entre los delitos y las penas. Las consecuencias desastrosas de esta sinrazón están bien a la vista: una mujer ha sido condenada a prisión por haber dado un bofetón a su hijo, un hincha futbolístico a más de tres años de prisión por ‘atentado a la autoridad’ y numerosos infractores de la normativa de tráfico se han convertido asimismo en delincuentes. El celo represor es tan grande que ciertos delitos no particularmente reprobables reciben sanciones más graves que el homicidio, por poner un ejemplo bien inteligible.
Esta tendencia claramente reaccionaria –conviene insistir en el adjetivo- se está extendiendo aceleradamente al terreno político. Tras el brutal asesinato del empresario Ignacio Uría en Azpeitia, localidad vasca gobernada en minoría por Acción Nacionalista Vasca, el Gobierno ha anunciado, a presiones del Partido Popular, que reformará la Ley de Bases de Régimen Local para impedir que miembros de partidos ilegalizados presidan ayuntamientos, lo que sucede actualmente en 42 municipios de Navarra y Euskadi.
En efecto, la actual redacción del artículo 61 de la mencionada ley, que fue utilizado para disolver la corporación municipal de Marbella, permite también la adopción de tal medida extrema cuando los gobiernos municipales “den cobertura o apoyo, expreso o tácito, de forma reiterada y grave, al terrorismo o a quienes participen en su ejecución, lo enaltezcan o justifiquen, y los que menosprecien o humillen a las víctimas o a sus familiares”. La abogacía del Estado, requerida hace unos meses, dejó bien claro que la disolución no tendría cobertura legal si el apoyo al terrorismo de las corporaciones no fuese “reiterado o grave”. Y ello explica que el Gobierno se disponga ahora a la reforma de la norma.
La experiencia de medio siglo de lucha antiterrorista, en que se han probado todas las opciones jurídicas y políticas, demuestra que no hay atajos en esta batalla. Ni atajos heterodoxos ni tampoco legales. Bien está que se ejerza presión sobre los fanáticos que sostienen a ETA al mismo tiempo que se lucha encarnizadamente contra los pistoleros, pero téngase en cuenta que la estridencia reformista que desatenta los equilibrios internos del sistema no es la buena vía hacia la racionalidad y el fin de la sinrazón.