Fue el pintor cubano, Roberto García York, exiliado en París desde inicios de los años 60, muy amigo de Néstor Almendros y de Guillermo Cabrera Infante quien me presentó a Guillermo Cabrera Infante y a Miriam Gómez. El cineasta, Ricardo Vega, mi marido, había heredado un cuadro de Roberto que a su vez había pertenecido a Néstor Almendros; el cuadro se lo regaló la madre del cineasta.
El cuadro nos condujo a su autor, de quien nos hicimos muy amigos al llegar a París, y luego su autor nos condujo a Guillermo Cabrera Infante y a Miriam Gómez. Roberto me presentó a Guillermo en un soleado mediodía del mes de mayo del año 1995, en París, antes de que Guillermo dictara su conferencia sobre la figura de José Martí en la Maison de l'Amérique Latine. Jamás olvidaré ese instante, fijó sus ojos entrecerrados en los míos, me estudió unos segundos, su rostro se suavizó en un guiño, me estrechó la mano. ¡Yo estaba en el cielo!
El escritor que me había emocionado hasta las lágrimas contándome una Habana ya perdida se hallaba ahora delante de mí, ¡y yo le había dado la mano! El corazón me latía a un ritmo riquísimo, al compás de un chachachá, diría otro amigo lejano.
Desde entonces siempre que hablaba con Guillermo, aún si era a través del teléfono, el corazón me latía igual de parejero. Porque para mí, aún si conversábamos dos y tres veces al día, cada momento, cada conversación con Guillermo y con Miriam Gómez, su esposa. Nuestra amistad fue una amistad literaria, habanera, y cinematográfica. Cuando recibí la noticia de su fallecimiento, estaba viendo por no sé cuánta vez Niágara, nunca más podré ver de la misma manera que antes a Marilyn Monroe en Niágara.
La verdadera presentación
Pero yo considero como verdadera presentación, porque pudimos hablar más, con más tiempo, a la que nos hizo Pilar Rodríguez, porque fue ella la que le pidió que me presentara en el premio Planeta, y él acepto gustoso. Guardo muy nítido el encuentro en el hotel, y la caminata con Pilar, Miriam, Guillermo y yo del brazo de él, por un Madrid también soleado.
En el año 1996 estuvimos firmando nuestros libros en casetas contiguas, en la Feria del Libro, uno al lado del otro, yo lo miraba con el rabillo del ojo, intentaba permanecer tranquila. Ricardo hablaba con Miriam, mientras Luna jugueteaba alrededor. Guillermo me dedicó Ella cantaba boleros, y creo que por culpa de la timidez de ambos hablamos muy poco. Laura Franch nos hizo unas fotos muy bonitas.
Recuerdo que Guillermo me comentó de un escritor muy conocido que estaba sentado muy cerca: "Este es un castrista empedernido. La fama que tiene se la ha dado ser castrista". Seguimos firmando libros. Nos vimos brevemente esa noche, en medio de una calle de La Latina, después de haber ocurrido un desagradable accidente entre otro escritor cubano y nosotros.
Guillermo me dijo algo muy importante para mí: "Tú has sido una víctima del castrismo, a ti te respeto porque deberás vivir con eso toda la vida". Aquella noche yo no quería que ellos se marcharan, pero no hubo otro remedio, y con tristeza los vi alejarse a Miriam y a él, de la mano, hacia una parada de taxis.
El encuentro con su obra
El encuentro con la obra de Guillermo sucedió en La Habana, en los años ochenta, por aquel entonces sólo conseguí una novela, era difícil y penado por la ley leer a un escritor exiliado, cuanto y más si se trataba de Guillermo Cabrera Infante; conseguí aquella novela no sé ni cómo, y desde su lectura no pude jamás despegarme de ella, se trataba de La Habana para un infante difunto.
Muchos de los sitios que él describía ya no existían cuando fui a buscarlos, destruidos por el olvido y el odio de la dictadura castrista hacia la capital y su cultura. Guillermo escuchó atento, años después, cuando Ricardo Vega le contaba que al leer esa obra se dio a la tarea de buscar cada sitio y apenas encontró escombros; no hubo un signo de amargura en su rostro, hizo un silencio profundo, largo y melancólico, y nada más.
Yo seguía leyéndolo, siempre que podía escaparme, en trenes franceses o alemanes. Guillermo Cabrera Infante me invitaba a reflexionar sobre mi ciudad natal a través de juegos y rejuegos del lenguaje, gracias a su musicalidad, a la intrepidez de su desmesurada alegría, bachata o choteo, que forma parte finalmente de la tragedia cubana.
No habrá otro escritor que se pueda comparar a Guillermo Cabrera Infante, su obra está muy interrelacionada con su vida, su obra traduce su intenso amor por Cuba, por La Habana, significa su firmeza, engrandece su dignidad de exiliado, confirma su filosofía del lenguaje, aviva la palabra recreada, renueva cada vez la invención de la frase en un juego de sonidos y sensaciones, ¡de la fabulosa palabra que cambia, añade y devuelve en otra sintonía el sentido esencial de la del párrafo, de la novela!
Homenaje a Guillermo
Cuando empecé a escribir Te di la vida entera tenía muy claro que deseaba hacer dos homenajes, uno a mi madre y otro a GCI. Es la razón por la que, no sólo lo cito en varias ocasiones, además Guillermo es un personaje en la novela.
Jamás olvidaré su inmensa generosidad cuando presentó este libro en Madrid. Yo vibraba con cada uno de sus comentarios, Imelda Navajo disfrutaba como nadie escuchando a Miriam Gómez. Pilar Rodríguez me esperó en el hotel donde se alojaban Miriam y Guillermo, -como dije antes-, yo estaba muy nerviosa y él intentaba distraerme, de verdad lo consiguió.
Miriam y Guillermo me hacían reír con anécdotas pícaras, son, como diría mi abuela, la pata del diablo. Recuerdo el paseo de un hotel a otro, bordeando El Retiro. Guillermo iba prendido a mi brazo derecho. Miriam caminaba delante con Pilar.
Yo no podía creerme lo que estaba viviendo. Mi escritor de culto conversaba conmigo, muy pegado a mí, paladeaba cada párrafo, me decía: "Zoé Valdés, sabías tú que tal cosa" sobre las calles de Madrid, sobre La Habana, sobre Londres, sobre el exilio. Y me hacía doblarme de las carcajadas. Y me preguntaba sobre mi novela y mis orígenes chinos, irlandeses, canarios... Te di la vida entera no hubiera sido lo que es sin la obra de Guillermo Cabrera Infante, yo quise recuperar el lenguaje habanero a partir de mi propia experiencia, pero reconociendo la extraordinaria dimensión, la fuerza inigualable de la obra del autor de Mea Cuba.
Una amistad sólida
Años más tarde, nuestra amistad se había hecho mucho más sólida, decidimos ir los tres a visitarlos a Londres. Ambos quedaron encantados con nuestra hija Luna, ya más grande. Miriam llevó al parque a Luna mientras nosotros entrevistábamos a Guillermo para un DVD que sacarían la FNAC y Reporteros sin fronteras sobre la Cuba censurada. Guillermo fue exquisito en sus respuestas, elegante, pero certero.
Recuerdo un detalle, antes de salir Miriam, "para no interrumpir", así dijo ella, se aproximó a él, lo peinó, se aseguró bien que su marido no se vería mal, con un gesto muy tierno y cómplice. Porque los que somos sus amigos sabemos que no puede hablarse de Guillermo sin Miriam Gómez, como él mismo la llamaba. Una de esas noches de nuestra visita a Londres, nos invitaron a un restaurante asiático, fuimos a pie, una pareja de españoles lo reconoció y la muchacha exclamó jubilosa: "¡Mira, el escritor Guillermo Cabrera Infante!". Yo me sentí tan feliz, Miriam y él saludaron sencillos, y continuaron como siempre, contándonos sus peripecias.
Él nos aseguraba que Miriam siempre se burlaba cuando él se viraba la taza del café en la camisa, porque él es Tauro, igual que yo, le dije, y siempre choco con las puertas de cristales, ¡igual que yo! Le respondí. En eso Guillermo chocó con la puerta del restaurante, no sé si lo hizo a propósito, para que Luna se riera, porque toda la noche estuvo preguntándole a la niña: "¿Te has divertido, verdad, Luna?" Atravesamos el parque, mientras él seguía contándonos sobre escritores, actrices de cine, bailarines e intérpretes negros de jazz.
El viaje a Londres
Nuestro hotel quedaba a dos cuadras de su casa, al día siguiente, disfrutamos juntos un documental sobre el jazz americano. Pero antes de entrar me dio mucha alegría observar desde afuera su cabecita blanca, se hallaba sentado en el butacón de cuero negro, y desde la calle, a través del ventanal, podíamos verlo leer. Miriam enseguida salió a recibirnos.
Miriam no ha perdido su belleza, pudimos comprobarlo al observar las fotos de Cuba que nos enseñaron aquella tarde, y las de sus primeros años de exilio, en Cuba ella era actriz. Me gusta mucho esa foto que le hizo Néstor Almendros a Guillermo, él está muy joven, viste un traje blanco, impecable. Y esa otra de Jesse Fernández, donde él se encuentra sentado, fuma deliciosamente su pipa o cachimba, la sostiene con los labios entreabiertos, viste un impermeable, mira fijo a la cámara, pero al mismo tiempo, medio que se esconde detrás de una pared.
Es una foto muy personal, porque ahí está toda la personalidad del autor de Tres tristes tigres, su constancia en el trabajo, y su pasión por la sensualidad y la bohemia culta habanera. En otra ocasión Ricardo me dijo: "Guillermo se da un aire a Edward G. Robinson". Yo se lo dije y él se echó a reír, con esa risa tan inefable y sabrosa de cubano respetuoso del dicharacho.
La vida sin Guillermo
¿Cómo se puede vivir sin Guillermo, sin las llamadas desde cualquier sitio del mundo para solamente decirles a él y a Miriam que los queremos, o para preguntarnos simplemente ¿ha pasado algo en Cuba? Ayer, ¿qué hice ayer? Nada del otro mundo, leí un poco, puse la televisión, había una excelente entrevista con Antonio Muñoz Molina, mencionó a la Cuba de antes en dos ocasiones, y recordé a Miriam y a Guillermo, que siempre me hablaban de ellos, de Antonio Muñoz Molina y de Elvira Lindo, como dos personas encantadoras.
Volví a leer fragmentos de varios libros de historia de Cuba, de antes, de mucho antes del desastre. Al rato encendí la televisión, empecé a deleitarme de nuevo con Niágara, sonó el teléfono, era una periodista, salí al balcón, luego hubo otra llamada que ni siquiera escuché por el ruido de los autos.
Siento un peso tremendo encima de los hombros, me duele todo el cuerpo, no sé qué hacer, ni a dónde dirigirme, no deseo hablar con nadie, no deseo que me invada la rabia. Guillermo tampoco, al igual que mi madre y que mi padre, que Roberto García York, que tantos amigos perdidos en el exilio, podrán volver a su país libre. Esto si que es un gran dolor.
Sin embargo, la obra de Guillermo Cabrera Infante transcenderá toda esta desgracia cubana, porque es una obra universal, y será recordada y estudiada. Porque si hay una verdad es que en unos cuantos años nadie se acordará de Fidel Castro, sin embargo todavía el mundo leerá entusiasmado al hombre que revolucionó el lenguaje, el escritor cubano de la talla de James Joyce y de Georges Pérec.
Aunque él, al contrario de Pérec o de Joyce, posee esa reflexión diáfana, sorpresiva, divertida, sensual; porque Guillermo Cabrera Infante supo, como nadie transformar la agonía del exilio en sabrosona creación perenne, imaginaba la realidad como en aquella película tan hermosa de Francis Ford Coppola, One from the Heart, Corazonada, en ese preciso momento en que Natasha Kinski danza sobre una pelota que podría representar al mundo, o borda con sus zapatillas el filo de la cuerda floja. Pronto leeremos La ninfa inconstante, novela póstuma que publica en España Galaxia Gutenberg.