17 jul.- Los Estados Unidos no han sido inmunes a esa nueva rebelión de las masas en contra de los corroídos partidos políticos tradicionales, pues aquí también la política ha degenerado en botín de pedestales. Todos reconocen el fenómeno en el triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales y la sorprendente atmósfera subsiguiente, que algunos ven alarmados como el preludio de una nueva Guerra Civil.
Pero, en realidad, el proceso tuvo lejanos antecedentes y muy recientes preámbulos. Entre los primeros podrían contarse la deserción de Teddy Roosevelt del Partido Republicano y la "traición" de Lyndon Johnson a la poderosa jefatura demócrata de los estados del sur. Los segundos nos son más cercanos y pueden identificarse comenzando en el proceso electoral que llevó a la Casa Blanca al primer presidente mestizo de los Estados Unidos: Barack Obama.
En primarias demócratas donde Obama hizo su aparición, resultaba evidente que la preferida de la cúspide partidista era Hillary Clinton; como que "le correspondía" por su condición de mujer y su probada pertenencia a la cúpula del Partido Demócrata desde que fuera, en dos ocasiones, primera dama. La inserción de un novato y nada destacado senador de raza mixta (que no negra, como se ha pretendido hacer creer) en el grupo de candidatos tenía un cariz del todo demagógico: nadie le daba posibilidad alguna de ganar la nominación en medio de tantos experimentados "pejes gordos" que se la disputaban. Sin embargo, el mensaje modular de "cambio" que esgrimiera el "recién llegado", su verborrea de mensaje directo, y su carisma personal, pronto lo situaron entre las primeras posiciones en el favor de la masa de electores de su partido. Al final quedaron, de punteros, la evidente preferida de la Dirección Nacional y el emergente advenedizo seguro de alcanzar un triunfo que "sí se puede". La mayoría de los demócratas de base, hastiados de un tiempo político al parecer detenido, votaron por el cambio. En las elecciones generales quedó demostrado que ese hastío no era exclusivo de los militantes del Partido Demócrata. El "sí se puede" devino en sí se pudo: Barack Obama llegó a la Casa Blanca porque supo encender en el electorado en su conjunto la esperanza de un cambio para bien en la administración de la nación.
No obstante ello, una vez electo el cambio se hizo lento y, a la postre, casi caricaturesco. A la Clinton se le concedió, como en "lista de espera", el más importante cargo gubernamental luego de la Vicepresidencia -y con más tiempo en cámara-. La cacareada promesa de una nueva ley de inmigración en los primeros 100 días de gobierno fue pospuesta una y otra vez -presumiblemente por presión de la dirección partidista-, hasta las elecciones intermedias que todos sabían inclinarían la balanza a favor de los republicanos, de manera tal que su fracaso pudiera achacársele, demagógicamente, a la oposición. (El negocio billonario de la injusta explotación de los trabajadores ilegales en los Estados Unidos solamente ha sido verdaderamente enfrentado, hasta ahora, por Ronald Reagan). Obama sí logró un seguro médico universal que, aunque sin ser perfecto, puso el cuidado de salud al alcance de la clase media que no recibía los beneficios de los pobres. El temor de que su gestión hiciera un brusco cambio a la izquierda que pusiera en peligro la estabilidad del status quo nunca llegó a producirse. Posiblemente la única excepción haya sido su viaje a Cuba, adonde fue a hacer el ridículo en una versión inversa del teatro bufo cubano, pues por primera vez "el gallego" salía ganando por ser más listo que "el negrito". (Su aparición en un programa de la TV cubana diciendo "¿Qué bolá?" resultó bochornoso; ¡y nadie se atrevió a decirle que se estaban burlando de él!). Obama fue, en sentido general, asimilado por el establecimiento político tradicional y garante de su supervivencia, aunque fuese temporal. Probablemente sus mejores logros hayan sido haber vencido el racismo remanente en la sociedad norteamericana, terminar exitosamente la caza a Bin Laden, el llamado "Obamacare", y el no haber desestabilizado el entramado político estadounidense largo tiempo atrás cimentado y, hasta entonces, exitoso.
Las masas del Partido Republicano no estaban menos desesperanzadas. En la competencia a Obama se dio el caso que la persona nominada a la Vicepresidencia tuviera más aceptación por su mensaje, y carisma por su personalidad, que el candidato a la Presidencia. Este último lo fue John McCain; pugnaba por la Vicepresidencia Sarah Palin. El primero contaba en su haber una célebre carrera como senador avalada por una historia militar no por fracasada menos conocida y admirada; pero era el representante del cansancio histórico de las bases de su partido. La joven gobernadora de un estado "de segunda" se convirtió en la variante republicana de Obama por su voz fresca y enérgica, al margen de la maquinaria política republicana, representando el cambio añorado o, al menos, la posibilidad de alcanzarlo. Sin embargo, su puesto secundario (por no decir que insignificante en las determinaciones políticas mientras el presidente esté vivo), hacía poco creíble que pudiera liderar el ansiado cambio. Si el binomio hubiera sido a la inversa, es posible que habría espacio para la esperanza de los votantes. En esas condiciones, la mayoría del electorado prefirió confiar en quien tenía la posibilidad real de dar nacimiento a una nueva era política nacional, aunque a la postre no llegara a fundarla.
Una vez concluido el segundo mandato de Obama, se reinició el proceso de las primarias partidistas para ocupar la Oficina Oval. En el Partido Demócrata era seguro que le correspondería el turno a Hillary Clinton. Se siguieron, como siempre, las normas de varios candidatos, aunque a ninguno de los otros se le concedía mucha atención. Pero también esta vez surgió, inesperadamente, una figura que puso en peligro la postergada nominación de la Clinton y la firme solidez del establecimiento político: el septuagenario Bernard Sanders. Paradójicamente, el anciano senador se convirtió en el aspirante más popular entre los jóvenes, aventajando a su contrincante en múltiples encuestas, con lo que quedó demostrado que no se trataba de una lucha generacional, sino ideológica. La cumbre política demócrata no podía permitir que se repitiera la derrota de su representante, y entonces ocurrió lo inverosímil: la propia Dirección Nacional del Partido Demócrata le puso una especie de zancadilla a Bernie (como le llamaban sus seguidores) para garantizar la candidatura de Clinton, a quien "le tocaba" sin excusa. Más increíble fue que, una vez conocida la mala jugada resultante, su principal ejecutora no fuera expulsada del ente partidista ni se hubiera hecho la investigación que la gravedad del caso ameritaba, sino que todo se resumió a su renuncia a la Dirección Nacional. Huelga decir que la Clinton ganó la candidatura de la Presidencia por el Partido Demócrata.
Las primarias republicanas de ese año fueron más inverosímiles todavía. Donald Trump rompió todos los moldes políticos hasta entonces conocidos, llevando su estilo de "reality show" televisivo a los debates y mítines asociados a la carrera pública. Más que políticamente incorrecto, Trump se proyectó del todo antipolítico, casi un antisistema. Si utilizó la plataforma republicana fue porque no quiso repetir el error de Teddy Roosevelt y Ross Perot, además de aspirar al apoyo de los remanentes del Tea Party y, forzados por estos, el de algunos de los caudillos históricos del GOP. En realidad, prácticamente nadie le auguraba éxito alguno al mordaz personaje de la pequeña pantalla en su versión de carne y hueso; las encuestas siempre lo situaban en desventaja ante sus experimentados contrincantes. Algunas de sus infortunadas declaraciones lo separaban cada vez más de lo que hasta entonces se consideraba un político "presidenciable". Sin embargo, para asombro de todos, mientras más sarcástico y hasta descortés se comportaba, más popular se hacía (le subía el "rating", en el argot televisivo), hasta que llegó a alzarse con la candidatura presidencial de un partido cuya dirección lo rechazaba.
La carrera por la Presidencia de Clinton y Trump, "sazonada" de interferencias extranjeras, se convirtió en una lucha de todos contra uno y uno contra todos. La polarización resultante fue algo totalmente desconocido en la historia contemporánea de la política norteamericana. La inmensa mayoría de los analistas políticos y las encuestas daban por sentado el indiscutible fracaso de Trump. En los centros de trabajo y planteles estudiantiles, se acosaba a quienes expresaban públicamente su preferencia por el iconoclasta advenedizo, considerado poco menos que un traidor (o, al menos, un peligro letal) a los principios democráticos del país. Como paradójico remate, fuimos testigos de la más inusual de las alianzas: la de un burgués billonario apoyado por obreros y desempleados preteridos.
Eduardo Lolo, escritor, bibliógrafo y catedrático jubilado residente en Nueva York, es miembro de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE) y Comendador de la Imperial Orden Hispánica de Carlos V.
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