Definitivamente, España no pertenece al G-8. Esta obviedad, que nos sitúa en una posición lateral en el mundo, ya fue combatida con sólidos argumentos por Aznar, aunque sin llegar del todo, ni entonces ni ahora, al fondo del asunto: es poco razonable que los destinos del mundo sean regidos por un directorio arbitrario de siete grandes países occidentales más Rusia, según un esquema surgido de la Segunda Guerra Mundial. Máxime cuando España ha superado en Producto Interior Bruto a Canadá (el miembro más débil del G-8), tiene bastante más población que este país y ejerce un rol internacional mucho más activo.
Es poco probable sin embargo que Canadá, cruce del mundo anglosajón con la francofonía, sea relegado por sus poderosos valedores en beneficio de España. Pero nuestro país tiene el derecho y la obligación- de presionar en todas las instancias posibles para lograr introducirse en la esfera de los países hegemónicos. Y éste habría de ser un designio perseguido unánimemente por todos los españoles, y no, como está siendo, motivo de querella y rivalidad.
El 'feo' a EEUU
Rodríguez Zapatero, al llegar al gobierno, ordenó abruptamente y con escasa mano izquierda la retirada de nuestras tropas de Irak en cumplimiento de una promesa electoral irrevocable, suscitada por la oposición del 90% de la opinión pública a nuestra participación en aquella guerra cuyo verdadero sentido todavía no ha sido cabalmente desentrañado.
La irritación de Washington ante aquella medida fue ostensible, y Zapatero, en lugar de tratar desde aquel momento de echar lenitivos en la herida, escarbó imprudentemente en ella. La improcedente invitación de Zapatero a la comunidad internacional a imitar a España en la salida de Irak, lanzada en Túnez en septiembre de 2004, terminó de agraviar al socio norteamericano, con el que las relaciones políticas de alto nivel quedaron de hecho interrumpidas. La bisoñez diplomática del presidente del Gobierno ha hecho, en fin, tantos estragos como aquella decisión de retirada.
Hoy, sin embargo, Bush es un cadáver político, y el movimiento ideológico neocon que lo aupó y que diseñó las intervenciones en Afganistán y en Irak está rotundamente desacreditado, incluso en el seno del partido republicano, después de que el neoliberalismo rampante y sin reglas ni controles por ellos auspiciado haya provocado la gravísima crisis económica que padecemos, comparable en magnitud a la del 29.
Esfuerzo diplomático
Parece, pues, posible intentar con la nueva administración norteamericana el gran esfuerzo diplomático que nos ubique en el núcleo duro de la comunidad internacional. Tanto si el 4 de noviembre gana el demócrata Obama, que hoy va en cabeza en los sondeos, como si vence el republicano McCain, muy distanciado de las coordenadas de Bush. Ocioso es decir que en todo caso este esfuerzo requiere el aliento de los dos grandes partidos españoles.
Así las cosas, cuando Rodríguez Zapatero está dando la batalla por lograr que España participe en la conferencia fundacional de un nuevo orden económico, que algunos ya han considerado un nuevo Bretton Woods, y cuando el propio Aznar acaba de insistir en que sería conveniente que nuestro país ingresara en el G-8, resulta insidioso e irritante que los portavoces españoles de los neocon, reunidos en el llamado Grupo de Estudios Estratégicos (GEES), ironicen sobre este asunto, critiquen la nula influencia internacional de España y descalifiquen unos esfuerzos que no serían necesarios si quien fue su principal patrocinador, el propio Aznar, no hubiera perdido el sentido de la orientación el día en que Bush le permitió poner los pies en la mesa de centro del salón de su rancho texano.